Lo que los canadienses le pueden enseñar a Trump sobre migración
Lo que los canadienses le pueden enseñar a Trump sobre migración
Durante un discurso en Iowa la semana pasada, en medio de enérgicos pronunciamientos a favor de un muro fronterizo y la aplicación más estricta de las leyes migratorias, el presidente Donald Trump abogó por algo que, sin duda, es menos sanguinario: “Transformar en su totalidad el sistema migratorio para incluir un sistema basado en méritos”.
Esta es una de las pocas posturas congruentes que el mandatario ha expresado desde que asumió el cargo; se manifestó por una reforma similar en el discurso que pronunció en enero ante el congreso. Sin embargo, la verdadera sorpresa es que su fuente de inspiración sea Canadá.
Es comprensible que parezca extraño que Trump proponga a Canadá como un modelo a seguir. Los estadounidenses —en particular los conservadores— adoran burlarse de su vecino del norte: por su acento, sus modales demasiado correctos, su comida (ay, la poutine, esa mezcla de papas fritas, queso y salsa de carne), pero, sobre todo, por su estilo de gobierno supuestamente de mano blanda y de izquierda. No es para menos: con su primer ministro liberal y tatuado, su asistencia médica universal, su entusiasta aceptación de la marihuana y el matrimonio homosexual, y sus generosas políticas de refugiados, Canadá puede parecerse a los países de Escandinavia.
Sin embargo, tratándose de inmigración, las políticas canadienses son muy eficientes. Más bien, son despiadadamente racionales, razón por la cual Canadá ahora reclama a la población migrante más próspera y exitosa del mundo.
Los números lo dicen todo: el año pasado, Canadá admitió a más de 320.000 migrantes, la mayor cantidad desde que se tienen registros. El país se vanagloria de tener una de las tasas migratorias per cápita más elevadas del mundo, alrededor de tres veces más alta que la de Estados Unidos. Más del veinte por ciento de los canadienses nacieron en el extranjero; eso es casi el doble del total estadounidense, incluso si se incluye a los inmigrantes indocumentados. Además, Ottawa planea aumentar esa cifra durante los próximos años.
Lejos de responder negativamente, los electores canadienses no podían estar más felices. Las encuestas recientes muestran que un 82 por ciento de la población piensa que la migración tiene un impacto positivo en la economía, y dos tercios consideran que el multiculturalismo es una de las características positivas de Canadá (la jerarquizan arriba del hockey… ¡del hockey!). El apoyo a la migración incluso ha aumentado en los últimos años, a pesar de la economía lenta y el fantasma del terrorismo. Hoy, en Canadá, el porcentaje de gente que aprueba la forma en la que el gobierno maneja ese asunto es dos veces mayor que el de Estados Unidos.
Dada la xenofobia que ahora se esparce en el resto de Occidente, la apertura canadiense podría resultar extrañamente magnánima. De hecho, es una actitud enraizada en los intereses nacionales. La población migrante de Canadá es más educada que la de cualquier otro país del mundo. Los inmigrantes que llegan a Canadá trabajan más, generan más negocios y comúnmente utilizan menos dólares de la asistencia social que sus compatriotas nacidos ahí.
En realidad, sus contribuciones son de las más elevadas. Dos de los últimos tres gobernadores generales —los jefes de Estado formales de Canadá— nacieron en el extranjero (uno en Haití y el otro en Hong Kong), y el actual gabinete tiene más sijes (cuatro) que el gabinete de la India.
No obstante, la actitud hospitalaria de Canadá no es innata; más bien es producto de políticas gubernamentales muy bien razonadas. Desde mediados de la década de los sesenta, la mayoría de los inmigrantes que llegaron al país (alrededor del 65 por ciento en 2015) han sido admitidos estrictamente por motivos económicos, ya que se les evalúa con base en una categoría de nueve puntos que no tiene en cuenta la raza, la religión ni la etnicidad y, en cambio, analiza la edad, la educación, así como las habilidades laborales y lingüísticas, entre otros atributos que definen su posible contribución a la fuerza laboral nacional.
No sorprende que al presidente Trump le parezca atractiva esta metodología. Está en lo correcto cuando alega que el sistema estadounidense no tiene sentido. La mayoría (cerca de dos tercios en 2015) de los inmigrantes que llegan a Estados Unidos fueron admitidos conforme a un programa conocido como reunificación familiar; en otras palabras: su destino depende de si ya tienen parientes en el país. La reunificación familiar suena bien en términos emocionales (¿quién no quiere unir familias?). Sin embargo, es un pésimo fundamento para una política gubernamental, debido a que deja en manos del azar —es decir, que algún pariente nuestro haya tenido la buena fortuna de llegar a Estados Unidos antes que nosotros— la conformación de la población migrante.
¿El resultado? Pues, contrario al mito popular (y a la retórica migratoria de Trump), los que migran a Estados Unidos también superan a los estadounidenses en ciertos sentidos, incluyendo la creación de negocios y el cumplimiento de las leyes. No obstante, sus logros son escasos en comparación con los de la primera generación de quienes emigran a Canadá.
Por ejemplo, alrededor de la mitad de todos los migrantes canadienses llegan al país con estudios universitarios, mientras que la cifra en Estados Unidos es solamente del 27 por ciento. Los niños migrantes en las escuelas canadienses leen al mismo nivel que un nativo del país, en tanto que la brecha es enorme en Estados Unidos. Los migrantes en Canadá tienen casi 20 por ciento más probabilidades de ser propietarios de sus hogares y son 7 por ciento menos propensos a vivir en la pobreza en comparación con los migrantes estadounidenses.
Trump ya había hablado antes sobre adoptar un sistema basado en méritos, pero no ha hecho nada al respecto. Durante su discurso en Iowa no profundizó en los detalles (explicó más a fondo la idea de colocar páneles solares en su muro fronterizo).
No obstante, si sus intenciones de reforma son serias, es buena idea que el presidente recurra a su vecino del norte para encontrar respuestas. Ni siquiera tendría que admitir de dónde las sacó. Los canadienses son humildes y modestos, acostumbrados a que se les pase por alto y se les opaque. No les importaría guardarle el secreto a Trump.
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